Sobre el fetichismo de la simbología y otras oscuras tinieblas
Existe una cierta tendencia en cierta izquierda del ámbito comunista (sobre
todo en los últimos tiempos de crisis, y quien sabe si por la sensación de
inseguridad y frustración que ésta provoca) hacia una hipertrofia en lo
simbólico y el refugio en el dogma identitario. Parece ser que mucho más
importante que ser comunista es reconocerse como tal, o en todo caso, se
confunde una cosa y la otra. El reconocimiento forma parte fundamental de la
constitución de los sujetos y su ideología. Uno puede reconocerse como ser
“libre”, y ser un esclavo efectivo, de la misma manera que puede reconocerse
como “comunista” sin serlo necesariamente en la práctica real. Vamos, que el
hábito no hace al monje, como suele decirse. Algunos, sin embargo, parecen
entregarse religiosamente a la confianza fetichista en las palabras y símbolos
en general, creyendo que la repetición mántrica de dogmas y rituales traerá por
si mismo el advenimiento de un tiempo mejor. El refugio en una identidad
imaginaria fuerte (correlato directo de la impotencia real), puede producir, no
obstante, monstruos. Algunos han llegado incluso a desdeñar las revueltas
árabes por ser “meramente democráticas” y no socialistas. Y han querido ver,
sin embargo, en algunos gobiernos autoritarios de la zona, baluartes
anti-imperialistas, cuando no directamente, gobiernos verdaderamente
socialistas, que poco menos merecerían la solidaridad y el apoyo del
proletariado. Esto, supuestamente, era motivo suficiente para ningunear y
desconfiar de las revueltas populares que reivindicaban democracia en esos
paises. No es raro tampoco, por otro lado, ver ciertos sectores juveniles hacer
gala de un cierto stalinismo caricaturesco, como si esto fuese un índice de
radicalidad o fuerza. Esto no forma parte más que de un retroceso, reactivo y
conservador, en el seno de la propia izquierda. Lo
grave es que este reconocimiento involucionista se produce, precisamente, a
partir de la imagen caricaturizada que el poder elabora del comunismo para
poder justificarse a sí mismo. Ante este panorama más le valdría a la izquierda
considerar materialmente el papel que juegan las palabras, la fraseología, lo
simbólico, en la conformación de los sujetos y sus prácticas efectivas. Sólo
así podremos dar un salto de la verdad imaginada hacia la verdad efectiva de la
cosa, a la par que nos liberamos de los fantasmas tristes que nos sirven de
refugio y consuelo frente a la realidad.
Una palabra es un signo arbitrario que la costumbre, trazada a través de
experiencias colectivas comunes, liga a una serie de imágenes que conforman el
mundo de sentido donde adquieren significado. De aquí se deduce que una palabra
no designa de manera unívoca un objeto real, sino que está atravesada y
sobredeterminada por varios campos semánticos que se disputan su sentido, y en
algunos casos, por una lucha política por el mismo.
Lo que da pena es ver hoy a supuestos marxistas que se
aferran a las palabras que antaño designaban un concepto preciso y elaborado, y
que ellos enarbolan bajo el campo semántico que les ha conferido el enemigo,
como un fetiche mágico portador de bienaventuranza por el mero hecho de ser
mentado. "Dictadura del proletariado", por ejemplo, no
designaba para Marx una forma autoritaria de gobierno supuestamente de clase
proletaria, en virtud de la toma de unos aparatos de poder que pasarían a manos
del proletariado por medio del partido que lo representara (Partido Comunista. Dictadura del proletariado expresa una fase de la lucha de
clases donde éste, el proletariado, adquiere una posición dominante. Esto
quiere decir que el proletariado, lejos de perder sus libertades, las ha
impuesto hasta tal grado que obliga a retroceder y a someterse a ellas a las
fuerzas de la burguesía. O lo que es lo mismo, un grado tal de democracia y
libertad como jamás ha sido experimentado.
La guerra fría y
sus correlaciones de fuerza determinaron
que el concepto al que aludía la expresión fuese sustituido por una imagen al
servicio de las diversas propagandas. De un lado del muro, el término dictadura
paso a significar y justificar una forma de poder autoritario que negaba las
“libertades burguesas” en nombre de un supuesto poder proletario identificado
con la casta burocrático-estatal. Del otro lado del muro, la misma operación
semántica sirvió para acuñar una imagen-reflejo del capitalismo en la que éste
aparecía como único garante de las libertades y la democracia, dando a entender
que suprimir la sociedad de mercado equivaldría a lo mismo que suprimir la
democracia y la libertad. Una vez instaurado el campo semántico propio de la
guerra fría el concepto “dictadura del proletariado” se pervirtió, siendo
sustituido por una imagen que servía para legitimar, mutuamente, las falsas
alternativas de liberación que se ofrecían como únicas posibles al proletariado
mundial. No obstante, hay que repetirlo, dictadura no remite, en el concepto
originario, a forma de gobierno
alguna. La dictadura de la burguesía puede desarrollarse, por ejemplo, bajo formas democráticas y de derecho lo
mismo que bajo formas dictatoriales.
“Dictadura de la burguesía” (como dictadura del proletariado) expresa que el
poder dominante no obedece a necesidad moral, histórica, natural, o divina
alguna. Que ni siquiera tiene su origen, como lo imaginaban los teóricos del
derecho burgués, en un pacto consciente y voluntario entre el pueblo y el
soberano. Las condiciones bajo las cuales la burguesía ejerce su dominio son
unas condiciones políticas impuestas por la fuerza, históricamente contingentes
y en cierta medida aleatorias. De la misma manera ocurrirá cuando el
proletariado imponga sus condiciones. No será con negociaciones, con “pactos”,
o por medio de una necesidad natural o divina como el proletariado imponga su
soberanía. El poder será necesariamente arrancado de la burguesía mediante una
lucha política encarnizada. Este, y no otro, es el auténtico significado
polémico del término “dictadura” en la expresión originaria.
Añadamos además, que si
bien la burguesía puede imponer sus condiciones de dominación tanto bajo
aspectos democráticos como dictatoriales, no puede ocurrir sin embargo lo mismo
cuando se trata del dominio del proletariado. Como dijimos antes, este dominio
implica la expansión de las libertades, no su contracción. Esto implica
reconocer que bajo condiciones de dominación burguesa el proletariado tiene
libertades, todas aquellas que conquista por medio de su resistencia
organizada. Las libertades “formales” en este sentido, no son en absoluto
“ilusorias”. Son bien reales, y constituyen uno de los patrimonios más valiosos
que heredamos de las luchas obreras pasadas. Formal alude en la expresión a que
la libertad en cuestión está “recortada” sobre unos individuos que se hallan
separados tanto de una fuerza colectiva de clase como de de las condiciones
materiales que permitirían esa fuerza colectiva. Las libertades formales son
libertades del proletariado (libertad de expresión, de elección, de contrato,
de circulación) pero bajo condiciones de dominación capitalista; esto es,
condiciones donde la libertad se resume en una pura elección individual aislada
sin tener control material alguno sobre aquello que se elige. De esta manera,
las libertades formales se resumen en última instancia, en libertad para elegir
lo que la burguesía ya ha impuesto materialmente de antemano, sin alternativa
real a su dominio. Libertad para elegir así, libremente, el medio de
comunicación burgués que te manipula, la empresa que te explota, o el partido
político que no representa tus intereses… pero nunca poder ejercer el control
material y efectivo sobre la producción misma (ya sea de información, de
bienes, o de programas políticos). Las libertades formales son por lo tanto el
correlato necesario de la libertad que se produce en el mercado, libertad de
individualizada, parcializada, frente a lo ya producido y decidido de antemano.
Pero eso no quiere decir que sean
ilusorias o desdeñables. La expansión del poder proletario no debe ejercerse en
contra de las libertades formales, sino a su favor. Ha de ser la expansión
material de un poder que se halla en el capitalismo estratégicamente
individualizado y cercado. La libertad formal es en realidad bien material. Su
materia, por el contrario es pobre (y esto es lo que la ideológica diferencia
entre lo formal y material consigue ocultar), la del individuo aislado y
separado del control sobre los medios de producción. Se trata, por lo tanto, de
expandir esa libertad, y no de contraerla, conquistando el control material y
colectivo sobre los medios de producción. Y esto sólo puede obtenerse por un
proceso de radicalización y expansión de los mecanismos de decisión
democrática.
Una política anclada en los signos, los símbolos, y los
dogmas, no solamente es una política muerta, una política del pasado, también
es una política que, inconscientemente, ha renunciado a pensar y por ello se ve
arrastrada por la contingencia del tiempo presente. Generalmente, asumiendo la
posición estructural que el imaginario del poder dominante le confiere. La
verdadera política es la política del presente, la que subvierte los campos
semánticos dominantes y les confiere un nuevo sentido no asimilable por el
poder. Es aquella que lejos de caer en el fetichismo de los símbolos, se
adentra a través de ellos como medio para producir un acceso a lo real que sea
verdadero y emancipador; esto es, que produce efectos de liberación. Es
aquella, para terminar, que ejerció Marx valiéndose de las nociones dominantes
de su época para subvertirlas, creando nociones teóricas y prácticas
revolucionarias como las de “valor-trabajo” o “dictadura del proletariado”.
Hoy en día, como antaño, no se trata de
repetir como borregos el viejo catecismo marxista, se trata de actualizar o
incluso crear nuevos conceptos emancipadores a través del campo semántico en
que nos movemos y las luchas que se tejen a través a él. El campo semántico al que aluden las palabras
“democracia” o “conquista de derechos” esta hoy mucho más cerca del concepto
real de dictadura del proletariado de lo que está la palabra “dictadura”. No
nos enquistemos en las viejas palabras, que por sí mismas no son portadoras de
conceptos reales. Atrevámonos a asumir en toda su significación la noción de
lucha de clases. Una revolución es un proceso vivo, y como tal,
creativo. Las condiciones del combate son siempre cambiantes, y lo peor que podemos
hacer frente a esto es refugiarnos en el fetichismo de los símbolos y dogmas
que nos aportan una sensación de falsa seguridad.
La filosofía es el arte de crear conceptos...
ResponderEliminarDeleuze critica a la dialéctica, con ella caemos en el arte de la plebe. Hemos reducido el concepto a opinión? La verdad nunca ha estado más oculta que ahora, tiempo en el que el lenguaje se usa más para enmascarar que para desvelar. Me alegra mucho leer sobre la revoución creativa, siguiendo a Deleuze, en Qué es Filosofía?, "La mejor manera de seguir a los grandes filósofos es crear conceptos para problemas que mudan..." más drástico es aún con aquellos que critican sin crear, "la llaga de la filosofía".
En efecto, "los nuevos conceptos deben estar en relación con problemas que son los nuestros". Gracias por la claridad, gracias por devenir revolucionario