viernes, 27 de septiembre de 2013

Sobre el fetichismo de la simbología y otras oscuras tinieblas




Existe una cierta tendencia en cierta izquierda del ámbito comunista (sobre todo en los últimos tiempos de crisis, y quien sabe si por la sensación de inseguridad y frustración que ésta provoca) hacia una hipertrofia en lo simbólico y el refugio en el dogma identitario. Parece ser que mucho más importante que ser comunista es reconocerse como tal, o en todo caso, se confunde una cosa y la otra. El reconocimiento forma parte fundamental de la constitución de los sujetos y su ideología. Uno puede reconocerse como ser “libre”, y ser un esclavo efectivo, de la misma manera que puede reconocerse como “comunista” sin serlo necesariamente en la práctica real. Vamos, que el hábito no hace al monje, como suele decirse. Algunos, sin embargo, parecen entregarse religiosamente a la confianza fetichista en las palabras y símbolos en general, creyendo que la repetición mántrica de dogmas y rituales traerá por si mismo el advenimiento de un tiempo mejor. El refugio en una identidad imaginaria fuerte (correlato directo de la impotencia real), puede producir, no obstante, monstruos. Algunos han llegado incluso a desdeñar las revueltas árabes por ser “meramente democráticas” y no socialistas. Y han querido ver, sin embargo, en algunos gobiernos autoritarios de la zona, baluartes anti-imperialistas, cuando no directamente, gobiernos verdaderamente socialistas, que poco menos merecerían la solidaridad y el apoyo del proletariado. Esto, supuestamente, era motivo suficiente para ningunear y desconfiar de las revueltas populares que reivindicaban democracia en esos paises. No es raro tampoco, por otro lado, ver ciertos sectores juveniles hacer gala de un cierto stalinismo caricaturesco, como si esto fuese un índice de radicalidad o fuerza. Esto no forma parte más que de un retroceso, reactivo y conservador, en el seno de la propia izquierda. Lo grave es que este reconocimiento involucionista se produce, precisamente, a partir de la imagen caricaturizada que el poder elabora del comunismo para poder justificarse a sí mismo. Ante este panorama más le valdría a la izquierda considerar materialmente el papel que juegan las palabras, la fraseología, lo simbólico, en la conformación de los sujetos y sus prácticas efectivas. Sólo así podremos dar un salto de la verdad imaginada hacia la verdad efectiva de la cosa, a la par que nos liberamos de los fantasmas tristes que nos sirven de refugio y consuelo frente a la realidad.  


Una palabra es un signo arbitrario que la costumbre, trazada a través de experiencias colectivas comunes, liga a una serie de imágenes que conforman el mundo de sentido donde adquieren significado. De aquí se deduce que una palabra no designa de manera unívoca un objeto real, sino que está atravesada y sobredeterminada por varios campos semánticos que se disputan su sentido, y en algunos casos, por una lucha política por el mismo.

Lo que da pena es ver hoy a supuestos marxistas que se aferran a las palabras que antaño designaban un concepto preciso y elaborado, y que ellos enarbolan bajo el campo semántico que les ha conferido el enemigo, como un fetiche mágico portador de bienaventuranza por el mero hecho de ser mentado. "Dictadura del proletariado", por ejemplo, no designaba para Marx una forma autoritaria de gobierno supuestamente de clase proletaria, en virtud de la toma de unos aparatos de poder que pasarían a manos del proletariado por medio del partido que lo representara (Partido Comunista. Dictadura del proletariado expresa una fase de la lucha de clases donde éste, el proletariado, adquiere una posición dominante. Esto quiere decir que el proletariado, lejos de perder sus libertades, las ha impuesto hasta tal grado que obliga a retroceder y a someterse a ellas a las fuerzas de la burguesía. O lo que es lo mismo, un grado tal de democracia y libertad como jamás ha sido experimentado.
La guerra fría y sus  correlaciones de fuerza determinaron que el concepto al que aludía la expresión fuese sustituido por una imagen al servicio de las diversas propagandas. De un lado del muro, el término dictadura paso a significar y justificar una forma de poder autoritario que negaba las “libertades burguesas” en nombre de un supuesto poder proletario identificado con la casta burocrático-estatal. Del otro lado del muro, la misma operación semántica sirvió para acuñar una imagen-reflejo del capitalismo en la que éste aparecía como único garante de las libertades y la democracia, dando a entender que suprimir la sociedad de mercado equivaldría a lo mismo que suprimir la democracia y la libertad. Una vez instaurado el campo semántico propio de la guerra fría el concepto “dictadura del proletariado” se pervirtió, siendo sustituido por una imagen que servía para legitimar, mutuamente, las falsas alternativas de liberación que se ofrecían como únicas posibles al proletariado mundial. No obstante, hay que repetirlo, dictadura no remite, en el concepto originario, a forma de gobierno alguna. La dictadura de la burguesía puede desarrollarse, por ejemplo, bajo formas democráticas y de derecho lo mismo que bajo formas dictatoriales. “Dictadura de la burguesía” (como dictadura del proletariado) expresa que el poder dominante no obedece a necesidad moral, histórica, natural, o divina alguna. Que ni siquiera tiene su origen, como lo imaginaban los teóricos del derecho burgués, en un pacto consciente y voluntario entre el pueblo y el soberano. Las condiciones bajo las cuales la burguesía ejerce su dominio son unas condiciones políticas impuestas por la fuerza, históricamente contingentes y en cierta medida aleatorias. De la misma manera ocurrirá cuando el proletariado imponga sus condiciones. No será con negociaciones, con “pactos”, o por medio de una necesidad natural o divina como el proletariado imponga su soberanía. El poder será necesariamente arrancado de la burguesía mediante una lucha política encarnizada. Este, y no otro, es el auténtico significado polémico del término “dictadura” en la expresión originaria.
Añadamos además, que si bien la burguesía puede imponer sus condiciones de dominación tanto bajo aspectos democráticos como dictatoriales, no puede ocurrir sin embargo lo mismo cuando se trata del dominio del proletariado. Como dijimos antes, este dominio implica la expansión de las libertades, no su contracción. Esto implica reconocer que bajo condiciones de dominación burguesa el proletariado tiene libertades, todas aquellas que conquista por medio de su resistencia organizada. Las libertades “formales” en este sentido, no son en absoluto “ilusorias”. Son bien reales, y constituyen uno de los patrimonios más valiosos que heredamos de las luchas obreras pasadas. Formal alude en la expresión a que la libertad en cuestión está “recortada” sobre unos individuos que se hallan separados tanto de una fuerza colectiva de clase como de de las condiciones materiales que permitirían esa fuerza colectiva. Las libertades formales son libertades del proletariado (libertad de expresión, de elección, de contrato, de circulación) pero bajo condiciones de dominación capitalista; esto es, condiciones donde la libertad se resume en una pura elección individual aislada sin tener control material alguno sobre aquello que se elige. De esta manera, las libertades formales se resumen en última instancia, en libertad para elegir lo que la burguesía ya ha impuesto materialmente de antemano, sin alternativa real a su dominio. Libertad para elegir así, libremente, el medio de comunicación burgués que te manipula, la empresa que te explota, o el partido político que no representa tus intereses… pero nunca poder ejercer el control material y efectivo sobre la producción misma (ya sea de información, de bienes, o de programas políticos). Las libertades formales son por lo tanto el correlato necesario de la libertad que se produce en el mercado, libertad de individualizada, parcializada, frente a lo ya producido y decidido de antemano. Pero eso  no quiere decir que sean ilusorias o desdeñables. La expansión del poder proletario no debe ejercerse en contra de las libertades formales, sino a su favor. Ha de ser la expansión material de un poder que se halla en el capitalismo estratégicamente individualizado y cercado. La libertad formal es en realidad bien material. Su materia, por el contrario es pobre (y esto es lo que la ideológica diferencia entre lo formal y material consigue ocultar), la del individuo aislado y separado del control sobre los medios de producción. Se trata, por lo tanto, de expandir esa libertad, y no de contraerla, conquistando el control material y colectivo sobre los medios de producción. Y esto sólo puede obtenerse por un proceso de radicalización y expansión de los mecanismos de decisión democrática.

Una política anclada en los signos, los símbolos, y los dogmas, no solamente es una política muerta, una política del pasado, también es una política que, inconscientemente, ha renunciado a pensar y por ello se ve arrastrada por la contingencia del tiempo presente. Generalmente, asumiendo la posición estructural que el imaginario del poder dominante le confiere. La verdadera política es la política del presente, la que subvierte los campos semánticos dominantes y les confiere un nuevo sentido no asimilable por el poder. Es aquella que lejos de caer en el fetichismo de los símbolos, se adentra a través de ellos como medio para producir un acceso a lo real que sea verdadero y emancipador; esto es, que produce efectos de liberación. Es aquella, para terminar, que ejerció Marx valiéndose de las nociones dominantes de su época para subvertirlas, creando nociones teóricas y prácticas revolucionarias como las de “valor-trabajo” o “dictadura del proletariado”.
 Hoy en día, como antaño, no se trata de repetir como borregos el viejo catecismo marxista, se trata de actualizar o incluso crear nuevos conceptos emancipadores a través del campo semántico en que nos movemos y las luchas que se tejen a través a él.  El campo semántico al que aluden las palabras “democracia” o “conquista de derechos” esta hoy mucho más cerca del concepto real de dictadura del proletariado de lo que está la palabra “dictadura”. No nos enquistemos en las viejas palabras, que por sí mismas no son portadoras de conceptos reales. Atrevámonos a asumir en toda su significación la noción de lucha de clases. Una revolución es un proceso vivo, y como tal, creativo. Las condiciones del combate son siempre cambiantes, y lo peor que podemos hacer frente a esto es refugiarnos en el fetichismo de los símbolos y dogmas que nos aportan una sensación de falsa seguridad.

miércoles, 15 de mayo de 2013

Aniversario del 15M. Inmortalidad mutante de un virus mortal para el sistema.




El 15M de 2011 hubo una reacción espontánea y generalizada de indignación popular que expresaba mediante acciones de ocupación de plazas su rechazo y no reconocimiento de las instituciones constituidas que se arrogan la soberanía política. Fue un movimiento incontenible de una multitud aprisionada por los canales de neutralización y apropiación de lo político al servicio de las clases oligárquicas dominantes herederas del franquismo. Su mayor virtud fue la politización de amplias capas de la población y la generación de un discurso hegemónico que desplazaba el antagonismo político del espacio-espectáculo de la representación política tradicional hacia el poder constituyente y creativo en las calles. El 15M fue el comienzo de la creación de espacios autónomos para la reflexión, reconocimiento, y acción políticas, más allá de los aparatos de gestión del sometimiento y la separación que antes atrapaban todas las miradas, todos los intereses, y neutralizaban todas las acciones de las masas.

 Pero el 15M no debe fetichizarse. Muchas asambleas del 15M han continuado, mal que bien, con bastantes menos asistentes que al comienzo, y se perpetúan con discusiones que no van vinculadas a acciones prácticas directas. Realmente, el 15M ha cambiado de lugar, o mejor dicho, el espíritu que dio vida al 15M (la multitud libre que adopta sus propios canales de expresión y acción más allá de los poderes constituidos-cosificados) cambia de lugar, se metamorfosea, estableciendo un juego de contrapoderes que no se deja atrapar. Aunque el aniversario fuese menos numeroso, aunque las asambleas sean menos numerosas y se eternicen en discusiones que no desembocan en prácticas políticas contundentes, aunque en algunos casos se hayan convertido en un pequeño círculo de activistas-amigos sin proyección al exterior… el 15M existe más allá de ese pequeño ámbito de realidad que son las asambleas. Pues el 15M es un movimiento destituyente generalizado que como tal, no es cosificable ni adscribible a un lugar preciso y demarcado. El 15M trasciende toda cosificación o fetichización porque no es una cosa, sino una relación. Una relación de creación de contrapoder al dominio de clase, de desobediencia, de impugnación generalizada del sistema. Por eso, el 15M no sólo no ha muerto sino que ha crecido en fuerza y potencia, y lo ha hecho a través de las mareas, de la PAH, de las candidaturas locales populares, y sobre todo, crece cada día que pasa y menos gente se reconoce en los principales medios políticos, económicos, y mediáticos, que configuraban el reconocimiento de la mayoría de la población, y ya no se identifican con ellos.
Sin embargo, hay mucha gente preocupada con el fenómeno local de las asambleas, con que desaparezca, con que muera. No se dan cuenta de que aquello sólo fue un fenómeno expresivo temporal, que pronto o tarde el poder destituyente desatado contagiará los centros de trabajo, como ya ha hecho en algunas instituciones públicas, que penetrará en los medios de información, y que incluso fluirá al corazón mismo de las instituciones políticas oficiales para reventarlas desde dentro. Es una experiencia que han hecho las nuevas fuerzas hegemónicas de la izquierda latinoamericana desde el zapatismo hasta la revolución bolivariana de Hugo Chávez: avanzar lentamente, penetrar en los intersticios del poder para descomponerlo y liberar la potencia de las mayorías sociales. Afirmaba un diputado poeta del primer partido chavista -el Movimiento Quinta República- hace unos años que, aunque en aquel momento no controlaran los aparatos de Estado hasta el punto de que quedaron impunes varios de los promotores del golpe de 2002, el proceso de transformación seguía avanzando en la sociedad civil y en el Estado, lentamente. Resumía la situación afirmando: "sabemos tener paciencia: somos un virus". El virus del 15M sigue avanzando, actuando sobre el ADN de nuestra maltrecha sociedad y modificándolo. Quien piensa que el 15M ha desaparecido tiene algo de razón, pues es menos visible que cuando ocupaba las plazas hace dos años, pero quien diga que no existe se equivoca, pues el 15M pervive en los efectos que produce.  Quien con tristeza -o en algunos casos con alivio- declara acabado al 15M no se da cuenta de que las asambleas callejeras ahora parcialmente muertas volverán en otro momento, con mas fuerza y conciencia de lo que fueron, materializando una articulación de resistencia de clase y  autonomía popular. Pero para que esto ocurra el movimiento destituyente tiene que librarse de las fantasías de una conciencia que piensa lineal y cuantitativamente, y que aspira al crecimiento homogéneo desde espacios sustancializados. El 15M es un movimiento vital generalizado, una pulsión de resistencia sin forma que danza a su capricho sin preocuparle las fantasías de nuestras tristes conciencias individuales. Conviene que observemos el movimiento con inteligencia y aprendamos con él, a no fetichizarnos, a estar dispuestos a transmutar y luchar contra el poder como si de una danza se tratase. No fetichicemos, pues, al 15M.

miércoles, 27 de marzo de 2013

Los límites de la protesta social; un pseudo-debate al servicio de una pseudo-democracia limitada por la economía



               Parece ser que el debate estos días, el debate que están dispuestos a difundir nuestros medios         de comunicación y representantes políticos, no es otro que la cuestión de los límites legítimos de una protesta ciudadana. Como sabemos, el tema no es nuevo, pero ahora se plantea de manera unánime y generalizada con motivo de los escraches realizados por la PAH a ciertos políticos del PP. Tertulias, telediarios, comparecencias públicas de los políticos, periódicos, etc, parecen haberse puesto de acuerdo en tratar este tema. Es así que parece una “evidencia” que éste, y no otro, es un tema candente, de actualidad, de preocupación generalizada y que merece ser analizado. Las posiciones distintas en estos debates oscilan desde la izquierda a la derecha desde las más o menos “comprensivas” hacia los que “escrachean”, hasta denuncias de lo más extravagante que pretenden hacer analogías entre las protestas de la PAH y grupos filo-terroristas o nazis. Sin embargo, dentro de este espectro más o menos variado de opiniones, la condena de los métodos presuntamente violentos de la PAH ya sea con mayor o menor comprensión, recibe un mismo veredicto; sus métodos de escracheo son violencia ilegítima, una equivocación que les hará perder credibilidad.


            Por otro lado, encontramos en foros de discusión autónomos en Internet como blogs, periódicos independientes, etc, así como en las distintas comparecencias de los miembros de la PAH       que tienen lugar en los medios de comunicación, un planteamiento de la cuestión bien distinto al que nos ofrecen masivamente los medios de comunicación. De este lado la pregunta es quizás inversa a la planteada antes. La cuestión no es tanto la de cuáles son los límites de la protesta ciudadana, sino más bien, cuáles son los límites del poder de los gobernantes. ¿Tienen nuestros gobernantes derecho a todo, tienen carta blanca para hacer lo que les apetezca durante los años que dura su mandato, cuáles son las líneas rojas que no deberían poder traspasar?.  Entienden, los que defienden las acciones de la PAH, que es el gobierno quien con sus actuaciones ha traspasado las verdaderas líneas rojas que ningún poder debe traspasar, a saber, el atentar contra la seguridad de los propios gobernados. Desde este punto de vista es el gobierno el verdadero amigo del terror, que ha pervertido su fundamento al ponerse en contra, y no al servicio, de la población que dice representar.

            Esta contraposición de planteamientos no es  arbitraria pues obedecen a lógicas de poder bien distintas. La primera parte de una concepción jurídica absolutista. Según esta concepción el poder se haya temporalmente en manos de uno o varios soberanos, que tienen el derecho de ejercerlo, mientas los súbditos únicamente tienen el correlativo deber de obedecerle. La segunda concepción, sin embargo, entiende que la desobediencia tiene cabida frente al soberano, desobediencia que es el correlato necesario de un obrar irracional por parte del soberano que hace que los fundamentos del pacto que establecían la obediencia de los súbditos queden suspendidos. Estos fundamentos no son otros que el garantizar la paz , la seguridad, y la libertad a las que tienen derecho los súbditos, y en virtud de las cuales quedan constituidos los poderes legales. Desde este segundo punto de vista, la desobediencia no es mala, sino que es incluso buena, pues se opone y corrige los desmanes de unos gobernantes cuya excesiva autonomía y separación con respecto a los gobernados puede hacerlos desembocar en una tiranía meramente represiva y jurídico-policial. La resistencia al poder por parte de las multitudes sería por tanto una garantía de racionalidad del mismo, pensamiento éste que se inscribe en una tradición republicana y democrática, como eran la de Maquiavelo o Spinoza, el cual decía:
           
“De un estado cuyos súbditos tienen tanto miedo que no pueden levantarse en armas, no se debería decir que la paz reina en él, sino solamente que no hay guerra. La paz, en realidad, no es ausencia de hostilidades, sino una virtud de la cual nace la fortaleza del ánimo. (...) A veces también sucede que la paz de un Estado depende solamente de la apatía de los súbditos, conducidos como si fueran ganado o ineptos para nada que no sea la esclavitud. Un país de este tipo tendría que llamarse desierto en lugar de Estado”
 B. Spinoza, Tratado Político.

            Así pues a la luz de las dos posiciones comentadas, podemos comprender cuales son las dos lógicas subyacentes a los discursos citados al comienzo de este artículo. Por un lado, la lógica del poder constituido, autónomo y cerrado sobre sí mismo, que niega cualquier tipo legitimidad a las protestas y acciones de sus subordinados. Por otro lado, la lógica del poder constituyente, una lógica siempre actualizada, siempre presente, que existe como límite natural que regula la excesiva autonomía y por tanto virtual irracionalidad de los poderes constituidos. El segundo planteamiento tiene un fundamento más físico que jurídico. Los súbditos no tienen derecho o deber  de sublevarse cuando sus gobernantes actúan en su contra, simplemente, esto sucederá de manera necesaria cuando quede sobrepasado cierto límite tolerable. El segundo planteamiento señala además la necesidad para todo gobierno de entenderse a sí mismo más allá de un planteamiento meramente jurídico que marca derechos y deberes, la necesidad de entenderse a sí mismo como negociación constante, conflicto de intereses, correlación de fuerza o lucha de clases. Un poder que no se entiende a sí mismo de esta manera (al margen, claro está, de lo que proclame oficialmente de sí mismo) es un poder condenado a desaparecer. Sencillamente desconocer esto supondría desconocer los fundamentos de su posibilidad, por decirlo así, “física”. Las justificaciones morales, teológicas, jurídicas, en fin, idealistas, pueden estar muy bien de cara a la divulgación con respecto a las clases subalternas que únicamente son contempladas como agentes pasivos expulsados de la vida histórica. Como apunta Spinoza al comienzo del Tratado Político, estos no son más que cuentos que nada tienen que ver con la verdadera teoría político-práctica que manejan los reales agentes de la historia, cuyos fines y procedimientos suelen ser, por lo general, poco confesables. 

            Y si suelen ser poco confesables es porque no están al servicio de los principios que, en teoría, les dieron origen y legitimidad. En efecto, la seguridad, la paz, la libertad, son supuestamente los fundamentos que dan poder a nuestros representantes, pero vemos claramente cómo los intereses económicos privados siempre quedan por encima de estos principios cada vez que se produce un desahucio, se recortan los servicios básicos, y se rescatan a los banqueros o se les indulta. Es por esto que cada vez más ciudadanos organizados revitalizan el verdadero fundamento de la democracia que es el poder constituyente de la multitud mediante manifestaciones, protestas, huelgas y desobediencias, que ponen de manifiesto la brecha existente entre los poderes constituidos y el pueblo que dicen representar.  Un gobierno que no es capaz de interactuar con sus poblaciones, que se cierra en banda policial y jurídicamente, es un gobierno que pierde su legitimidad y su carácter democrático y que cada vez se revela más como una banda de saqueadores privados en contra de los intereses de la mayoría. En este momento, el pacto real o “virtual” que supuestamente fundaba los cimientos de la sociedad, queda en entredicho, y se puede decir que el régimen entra en crisis. La crisis con respecto a los poderes constituidos que vivimos es, además, sistémica, pues no se limita a una fracción concreta de alguno de los poderes constituidos (el judicial, el policial, el mediático, o el económico), sino a todos ellos en su totalidad, que cada vez se presentan más como lo que son; no una pluralidad de opciones que representan los variados intereses de la sociedad civil (PP, PSOE, UPyD, La Sexta, Cuatro, Intereconomía, y las cúpulas burocratizadas y corruptas de ciertos sectores de IU y los sindicatos mayoritarios), sino una misma y monolítica fuerza separada al servicio exclusivo de la economía. Pues ya sean unos u otros, llamados de “izquierda” o “derecha”, todos ellos cierran filas siempre a la hora de condenar los movimientos destituyentes de la multitud en armas (aunque estás sean inocentes pegatinas, inocentes ocupaciones temporales y simbólicas de espacios públicos y privados, inocentes y pacíficas manifestaciones no autorizadas…). Tanto el Gran Wyoming como los esbirros de Intereconomía parecen cerrar filas aquí, como si cumpliesen con una férrea disciplina de partido. Lo mismo ocurre a la hora de ocultar y desvirtuar procesos emancipadores como aquellos que tienen lugar en Latinoamérica en países como Cuba, Bolivia, Ecuador o Venezuela. No es de extrañar, son guardianes del orden constituido, un orden que se dice al servicio del pueblo pero que en realidad tiene unos estrictos límites que conforman su verdadera unidad por contraposición a su falsa pluralidad aparente de “izquierdas y derechas”; la defensa de la economía y sus intereses por encima de los de una la población cada vez más pobre y cada vez más expropiada. Fuera del orden económico, todo lo que tenga que ver con la construcción de la democracia por y para las multitudes, queda prohibido y fuera del pacto, como una aberración cuasi-terrorista con respecto a la cual no es legítimo otro trato que no sea la pura represión. El problema para nuestros gobernantes es que cada vez más gente está en contradicción con un pacto con multinacionales y bancos que los gobernados no han suscrito. Y un gobierno no puede sostenerse por mucho tiempo bajo el supuesto de que sus gobernados son todos terroristas.