Parece ser que el debate estos
días, el debate que están dispuestos a difundir nuestros medios de comunicación y representantes políticos,
no es otro que la cuestión de los límites legítimos de una protesta ciudadana.
Como sabemos, el tema no es nuevo, pero ahora se plantea de manera unánime y
generalizada con motivo de los escraches realizados por la PAH a ciertos políticos del
PP. Tertulias, telediarios, comparecencias públicas de los políticos,
periódicos, etc, parecen haberse puesto de acuerdo en
tratar este tema. Es así que parece
una “evidencia” que éste, y no otro, es un tema candente, de actualidad, de
preocupación generalizada y que merece ser analizado. Las posiciones distintas
en estos debates oscilan desde la izquierda a la derecha desde las más o menos “comprensivas” hacia los que
“escrachean”, hasta denuncias de lo más extravagante que pretenden hacer
analogías entre las protestas de la
PAH y grupos filo-terroristas o nazis. Sin embargo, dentro de
este espectro más o menos variado de opiniones, la condena de los métodos
presuntamente violentos de la PAH
ya sea con mayor o menor comprensión, recibe un mismo veredicto; sus métodos de
escracheo son violencia ilegítima, una equivocación que les hará perder
credibilidad.
Por
otro lado, encontramos en foros de discusión autónomos en Internet como blogs,
periódicos independientes, etc, así como en las distintas comparecencias de los
miembros de la PAH que tienen lugar en los medios de
comunicación, un planteamiento de la cuestión bien distinto al que nos ofrecen
masivamente los medios de comunicación. De este lado la pregunta es quizás
inversa a la planteada antes. La cuestión no es tanto la de cuáles son los
límites de la protesta ciudadana, sino más bien, cuáles son los límites del
poder de los gobernantes. ¿Tienen nuestros gobernantes derecho a todo, tienen
carta blanca para hacer lo que les apetezca durante los años que dura su
mandato, cuáles son las líneas rojas que no deberían poder traspasar?. Entienden, los que defienden las acciones de la PAH, que es el gobierno quien
con sus actuaciones ha traspasado las verdaderas líneas rojas que ningún poder
debe traspasar, a saber, el atentar contra la seguridad de los propios
gobernados. Desde este punto de vista es el gobierno el verdadero amigo del
terror, que ha pervertido su fundamento al ponerse en contra, y no al servicio,
de la población que dice representar.
Esta
contraposición de planteamientos no es
arbitraria pues obedecen a lógicas de poder bien distintas. La primera
parte de una concepción jurídica absolutista. Según esta concepción el poder se
haya temporalmente en manos de uno o varios soberanos, que tienen el derecho de
ejercerlo, mientas los súbditos únicamente tienen el correlativo deber de
obedecerle. La segunda concepción, sin embargo, entiende que la desobediencia
tiene cabida frente al soberano, desobediencia que es el correlato necesario de
un obrar irracional por parte del soberano que hace que los fundamentos del
pacto que establecían la obediencia de los súbditos queden suspendidos. Estos
fundamentos no son otros que el garantizar la paz , la seguridad, y la libertad
a las que tienen derecho los súbditos, y en virtud de las cuales quedan
constituidos los poderes legales. Desde este segundo punto de vista, la
desobediencia no es mala, sino que es incluso buena, pues se opone y corrige
los desmanes de unos gobernantes cuya excesiva autonomía y separación con
respecto a los gobernados puede hacerlos desembocar en una tiranía meramente
represiva y jurídico-policial. La resistencia al poder por parte de las
multitudes sería por tanto una garantía de racionalidad del mismo, pensamiento
éste que se inscribe en una tradición republicana y democrática, como eran la
de Maquiavelo o Spinoza, el cual decía:
B. Spinoza, Tratado Político.
Así
pues a la luz de las dos posiciones comentadas, podemos comprender cuales son
las dos lógicas subyacentes a los discursos citados al comienzo de este
artículo. Por un lado, la lógica del poder constituido, autónomo y cerrado
sobre sí mismo, que niega cualquier tipo legitimidad a las protestas y acciones
de sus subordinados. Por otro lado, la lógica del poder constituyente, una
lógica siempre actualizada, siempre presente, que existe como límite natural
que regula la excesiva autonomía y por tanto virtual irracionalidad de los
poderes constituidos. El segundo planteamiento tiene un fundamento más físico
que jurídico. Los súbditos no tienen derecho
o deber de sublevarse cuando sus
gobernantes actúan en su contra, simplemente, esto sucederá de manera necesaria cuando quede sobrepasado cierto
límite tolerable. El segundo planteamiento señala además la necesidad para todo
gobierno de entenderse a sí mismo más allá de un planteamiento meramente
jurídico que marca derechos y deberes, la necesidad de entenderse a sí mismo
como negociación constante, conflicto de intereses, correlación de fuerza o
lucha de clases. Un poder que no se entiende a sí mismo de esta manera (al
margen, claro está, de lo que proclame oficialmente de sí mismo) es un poder
condenado a desaparecer. Sencillamente desconocer esto supondría desconocer los
fundamentos de su posibilidad, por decirlo así, “física”. Las justificaciones
morales, teológicas, jurídicas, en fin, idealistas, pueden estar muy bien de
cara a la divulgación con respecto a las clases subalternas que únicamente son
contempladas como agentes pasivos expulsados de la vida histórica. Como apunta
Spinoza al comienzo del Tratado Político,
estos no son más que cuentos que nada tienen que ver con la verdadera teoría
político-práctica que manejan los reales agentes de la historia, cuyos fines y
procedimientos suelen ser, por lo general, poco confesables.
Y
si suelen ser poco confesables es porque no están al servicio de los principios
que, en teoría, les dieron origen y legitimidad. En efecto, la seguridad, la
paz, la libertad, son supuestamente los fundamentos que dan poder a nuestros
representantes, pero vemos claramente cómo los intereses económicos privados
siempre quedan por encima de estos principios cada vez que se produce un
desahucio, se recortan los servicios básicos, y se rescatan a los banqueros o
se les indulta. Es por esto que cada vez más ciudadanos organizados revitalizan
el verdadero fundamento de la democracia que es el poder constituyente de la
multitud mediante manifestaciones, protestas, huelgas y desobediencias, que
ponen de manifiesto la brecha existente entre los poderes constituidos y el
pueblo que dicen representar. Un
gobierno que no es capaz de interactuar con sus poblaciones, que se cierra en
banda policial y jurídicamente, es un gobierno que pierde su legitimidad y su
carácter democrático y que cada vez se revela más como una banda de saqueadores
privados en contra de los intereses de la mayoría. En este momento, el pacto
real o “virtual” que supuestamente fundaba los cimientos de la sociedad, queda
en entredicho, y se puede decir que el régimen entra en crisis. La crisis con
respecto a los poderes constituidos que vivimos es, además, sistémica, pues no
se limita a una fracción concreta de alguno de los poderes constituidos (el
judicial, el policial, el mediático, o el económico), sino a todos ellos en su totalidad, que cada
vez se presentan más como lo que son; no una pluralidad de opciones que
representan los variados intereses de la sociedad civil (PP, PSOE, UPyD, La Sexta, Cuatro,
Intereconomía, y las cúpulas burocratizadas y corruptas de ciertos sectores de
IU y los sindicatos mayoritarios), sino una misma y monolítica fuerza separada
al servicio exclusivo de la economía. Pues ya sean unos u otros, llamados de
“izquierda” o “derecha”, todos ellos cierran filas siempre a la hora de
condenar los movimientos destituyentes de la multitud en armas (aunque estás
sean inocentes pegatinas, inocentes ocupaciones temporales y simbólicas de
espacios públicos y privados, inocentes y pacíficas manifestaciones no
autorizadas…). Tanto el Gran Wyoming como los esbirros de Intereconomía parecen
cerrar filas aquí, como si cumpliesen con una férrea disciplina de partido. Lo
mismo ocurre a la hora de ocultar y desvirtuar procesos emancipadores como
aquellos que tienen lugar en Latinoamérica en países como Cuba, Bolivia,
Ecuador o Venezuela. No es de extrañar, son guardianes del orden constituido,
un orden que se dice al servicio del pueblo pero que en realidad tiene unos
estrictos límites que conforman su verdadera unidad por contraposición a su
falsa pluralidad aparente de “izquierdas y derechas”; la defensa de la economía
y sus intereses por encima de los de una la población cada vez más pobre y cada
vez más expropiada. Fuera del orden económico, todo lo que tenga que ver con la
construcción de la democracia por y para las multitudes, queda prohibido y fuera del pacto, como una aberración
cuasi-terrorista con respecto a la cual no es legítimo otro trato que no sea la
pura represión. El problema para nuestros gobernantes es que cada vez más gente
está en contradicción con un pacto con multinacionales y bancos que los
gobernados no han suscrito. Y un gobierno no puede sostenerse por mucho tiempo
bajo el supuesto de que sus gobernados son todos terroristas.