"La
liberalidad conquista a los hombres, y principalmente a aquellos que no
tienen medios de procurarse lo que necesitan para subsistir. Sin
embargo, prestar ayuda a cada indigente es algo que supera con mucho
las posibilidades y el interés de un particular. Pues las riquezas de
un particular quedan muy por debajo de lo que sería una ayuda
suficiente. Por otra parte, un solo hombre no tiene bastante capacidad
para hacerse amigo de todos; por ello, el cuidado de los pobres compete a
la sociedad entera y atañe sólo al interés común"
Spinoza, Etica, parte IV,
capítulo
XVII.
Cojo el metro de Madrid donde una
amable mujer me abre la puerta del vagón. Al sentarme, me doy cuenta de que la
mujer sigue de pie, y empieza a hablar, con lágrimas en los ojos, acerca de su
desesperada situación. Está en paro y con dos hijas, y va a ser inminentemente
desahuciada, sólo pide un poco de dinero para tener algo que dar de comer a sus
hijas. Esta trágica situación empieza a ser normal en los vagones del metro de
Madrid, y cada vez se repite con más frecuencia. La imagen es aún más a atroz
si percibimos la sensación de pantalla que existe alrededor de la misma;
jóvenes con cascos, adultos bien vestidos mirando sus teléfonos y chateando,
permanecen ajenos a la escena. Se produce una sensación de espectacularización
de la situación, como si lo que allí se desenvuelve no tuviese que ver con
nosotros y no fuese más que otra irrealidad televisiva que en nada afecta a
nuestras vidas. Únicamente algunos, mayoritariamente inmigrantes, parecen
compadecerse con la imagen y acceden a dar una pequeña limosna.
Esta
imagen es por si sola expresiva de
todos los mecanismos que condicionan la servidumbre moderna. Expresa la
impotencia llevada al extremo de los que se ven desposeídos de cualquier medio
para poder garantizar su subsistencia, de los que se ven obligados, por lo
tanto, a pedir su vida a otros. Se reproduce así un esquema jerárquico que se
resuelve por medio de la beneficencia, donde los desposeídos están a expensas
de la buena voluntad moral de sus benefactores. Pero la beneficencia, lejos de
alterar el orden establecido, funciona como mecanismo para su mantenimiento.
Siempre que tengamos que pedir nuestra vida a otros, siempre que nos veamos
obligados a garantizar nuestra subsistencia por medio de una donación
voluntaria de un tercero, nos veremos abocados a una relación jerárquica que se
reproducirá estructuralmente cada vez que dicho “acto benefactor” se produzca.
Contemplemos
ahora por qué dicha situación es expresiva de todos los mecanismos que
condicionan la servidumbre moderna, como dije al principio. Dicho “acto benefactor”, consistente en
“pedir tu vida” a otro del que dependes, es el que se produce siempre que
solicitamos a nuestros buenos patrones un empleo, arrastrando nuestra dignidad
por los suelos cada vez que acudimos a una entrevista de trabajo. Dicho “acto
benefactor” tiene lugar también cuando pedimos un préstamo a los bancos, o
cuando un país pide un préstamo a un banco u otra institución de carácter
político-financiero, a cambio de las correspondientes contrapartidas (pago de
intereses, políticas económicas, etc). Por lo tanto, la situación del que pide
en el metro su vida a otros no dista mucho de ser una situación generalizada, e
incluso a tenor del rol que juegan actualmente los bancos, políticamente
dominante. En realidad, es la situación potencial, llevada al extremo, en la
que todos nos encontramos. Por eso sorprende la indiferencia o la distancia con
que la ciudadanía afronta estas situaciones. Esto se debe, sin duda, a una
mistificación ideológica que nos impide reconocernos en lo que somos.
Un
ejemplo del modo como se construye esta ideología lo tenemos en los recientes
debates publicados en Telecinco acerca de la expropiación colectiva de
alimentos de primera necesidad llevada a cabo por miembros del SAT, en algunas
de las grandes superficies que detentan el monopolio de la distribución de
estos productos. La acción del SAT rompe radicalmente las reglas del juego de
la beneficencia. Aquí los desposeídos no se resignan a que su vida les sea
“dada”, aquí ellos toman las riendas de su destino, las toman. La propaganda dominante, firme defensora de la jerarquía
que obliga a la beneficencia, no tardó en lanzar una campaña masiva (bien
ridícula) de desprestigio hacia quienes realizaron estos actos. Hasta tal punto
es así que en el debate de Telecinco emitido por la noche el 11/08/12
(http://www.mitele.es/programas-tv/el-gran-debate/temporada-1/programa-31/),
donde se trataba de condenar bajo todos los aspectos la acción del SAT, fue
seguido de un reportaje donde se mostraba de manera ejemplarizante la acción
caritativa de una familia sueca que había ayudado a una familia española
desahuciada, fruto de su conmoción al conocer la noticia a través de un
programa televisivo de su país. Queda así clara qué acción no debe ser tenida como ejemplo, y cuál sí. Lo justo y lo injusto,
lo lícito y lo ilícito, que aparentemente son atributos inherentes a las
acciones mismas, en realidad son denominaciones extrínsecas emanadas de los
poderes constituidos, que determinan las reglas del juego en las que es
legítimo jugar.
La
solución que nos propone en este sentido la ideología dominante es una solución
privada, caritativa, individual y pasiva, expresión de una sociedad
mercantilizada donde todo pacto entre individuos está mediado por la entrega e
intercambio de una cosa (sea limosna, salario o un préstamo). A esto Marx lo
denominó, en la medida que el cuerpo social tiende a regirse casi exclusivamente
por este principio, “cosificación de las relaciones humanas”, fundamento del
fetichismo de la mercancía. La solución de los compañeros del SAT, por el
contrario, supone una organización colectiva, una actitud activa, que cuestiona
las mismas reglas del juego en las que se produce la situación de la
beneficencia. La primera solución apela a la moral, y al mantenimiento del
status quo de la desigualdad que constituye el fundamento de la beneficencia.
La segunda apela a la acción política directa, y cuestiona el orden de cosas
existentes que obliga a la caridad.
Entonces,
podemos medir la importancia de una acción por el grado de condena que expresan
los poderes dominantes hacia la misma. Porque gracias a la acción de Sanchez
Gordillo y sus compañeros del SAT podemos pensar otra forma de afrontar la
crisis y de afrontar la cosificación e individualización que estructuralmente
nos constituye. Podemos darnos cuenta de que la riqueza simplemente está ahí, y
que no tenemos más que organizarnos colectivamente para tomarla y hacer uso de
ella. Que no necesitamos vendernos a un patrón, ni vendernos a un banco por un
préstamo cualquiera si optamos por tomar y gestionar directamente, de manera
colectiva, una riqueza que está acumulada
obscenamente en manos privadas. Entonces, se trataría de trasladar la esfera de
lo político de la farsa de los parlamentos y los partidos a la esfera misma de
la producción real de la vida y de la riqueza, o sea, a nuestros puestos de
trabajo, estudio, vivienda, etc. Se trataría de construir un marco donde los
problemas sociales no sean gestionados individualmente, de manera privada,
entre desiguales que intercambian, sino colectivamente, políticamente, entre
iguales que cooperan. Porque si para algo existe la llamada esfera de “lo político”
en nuestras modernas sociedades capitalistas, en tanto que esfera separada y
autónoma, es precisamente para invalidar la pretensión de que en cualesquiera
otras esferas de la sociedad pueda desarrollarse, de manera autónoma, lo verdaderamente político que se juega en
ellas. El parlamento y todas las instituciones de “sustracción” de lo
político a la ciudadanía existen precisamente como forma de privatización del resto de las esferas
sociales, que se presentan entonces como meros lugares para el desenvolvimiento
de los individuos privados y sus propiedades privadas, en un marco de mero
intercambio mercantil.
Como
es lógico, construir otro tipo de sociedad que transforme la beneficencia
individualizada y obligada en potencia política común (que tome, y no pida
prestada la existencia); transformar la ideológica moralina dominante en
potencia ética de construcción de un marco nuevo de relaciones más justo, no es
tarea fácil que se pueda conquistar de un día para otro. Pero al menos habremos
realizado un gran avance si superamos los escollos paralizantes de la ideología
dominante. Entonces podremos plantearnos la pregunta de si queremos una vida
sumisa basada en la incuestionable obligación de pagar nuestras deudas a
nuestros “benefactores”, u optamos por anteponer la vida y la política a las
necesidades de los juegos del mercado.
Los
actos excepcionales de movilización, de protesta, y de desobediencia, permiten
tomar conciencia de una colectividad más allá de los derechos individualizados
derivados de la economía mercantil, y de los canales habituales por los que
transita nuestra estructural sumisión “voluntaria”. Permiten reconfigurar un
nuevo escenario común donde los signos y afectos que circulan pueden formar un
cuerpo colectivo de carácter político más potente. Permiten, en definitiva,
literalmente, ver más allá de los velos ideológicos construidos en nuestra
percepción cotidiana. Frente a la indignidad y la impotencia de la beneficencia
y la caridad, que pide su derecho a existir y a obrar a instancias externas,
frente a la moralina individualizada de agentes privados desvinculados entre
sí, es necesaria la construcción de un tejido común de experiencias que
instauren las bases para una acción colectiva más potente y más consciente que
la de los individuos por separado. Encontrémonos en las calles estos días de
movilización de septiembre, y experimentemos que lo más útil para un hombre no
es el dinero ni las propiedades, ni tampoco esa cosificación del poder alienado
que llamamos Estado, sino sencilla y llanamente, como decía Spinoza, otro
hombre con el que cooperar y concordar en naturaleza, de tal manera que juntos
podamos conformar un nuevo individuo más potente, más racional, y más alegre.